Creía que no lo soportaría. Esta tarde, la tarde del sábado, me ha tocado currar. Hay establecido -algún hijoputa ha establecido- un sistema rotativo de turnos. De forma que este mes me ha tocado estar allí, como un pringado, todas las tardes de los sábados. Figurando.
Es un trabajo de conserje. Consiste en eso, en estar allí y vigilar. Y lo que hay que vigilar es básicamente un vetusto edificio de seis plantas que alberga talleres, almacenes y locales por el estilo. Fue construído en los años 60 o así, y parece como detenido en el tiempo. No ha cambiado nada: lxs dueñxs se gastan lo mínimo. Todo, absolutamente todo, tiene el mismo aspecto que tendría hace 40 o 50 años. Las viejas y chirriantes persianas, cubiertas de polvo, que suben y bajan a manivela. El suelo, surcado de baches y cicatrices remendadas mil veces. Los cables enmarañados que serpentean por las paredes llenas de mugre. Las bombas de incendios que saltan cada dos por tres, dando unos sustos de muerte. Los ascensores que se quedan colgados un día sí y otro también, a veces con infelices dentro a lxs que, supuestamente, yo he de rescatar. El teléfono de disco, cuya línea chisporrotea y gorgotea y escupe psicofonías que harían furor en el programa del Iker Jiménez.
A todo este montón de mierda, ahora le llamarían vintage, supongo. No negaré que tiene su encanto.
Las tardes de los sábados son particularmente pesadas. No hay ni dios en el edificio. Tampoco hay que hacer gran cosa. El tiempo pasa lentamente. Allí, uno se enfrenta a la Nada más absoluta. Suelo llevarme lectura para pasar el rato. Pero hoy no podía concentrarme en nada. Hoy me sentía yo allí como lo que era: un animal enjaulado. Me sentía inquieto, perturbado. Una presión nauseabunda se me agolpaba en el pecho. Sentía ganas de llorar, de gritar, de salir corriendo y no volver nunca. Hoy he sabido cómo se sentía Jack Torrance en el Hotel Overlook. Por suerte, no estaba conmigo mi familia ni tenía un hacha a mano.
Esto es lo que hace con nosotrxs el trabajo. Doblegar el espíritu humano. Convertirnos en una mierda, en un guiñapo. No hay escapatoria, no hay compasión. Si lo aceptas, si lo tragas, acabarás convirtiéndote en el muñeco que quieren que seas.
Sé que esto no me pasa sólo a mí. Sé que incluso hay gente a la que le pasa constantemente. Callamos porque creemos que tenemos que pasar por ello, que es lo normal, que la vida es así. Es una puta tortura.
Pero no pienso aceptarlo. Yo aún quiero salvarme. Esto no es vida. No es normal, no es bueno, no es saludable. Es irracional. El trabajo nos convierte en mercancía, carne de explotación, capital humano. Nos anula, nos somete. Nos mata.
Yo no estoy muerto. Aún no.
Creía que no lo soportaría. Entonces, he cogido un trozo de papel y he escrito esto. Eso me ha ayudado un poco.
Epílogo: He estado dudando si colgar esto aquí o no. ¿Demasiado personal? Es un blog personal... Al final me ha parecido mejor compartirlo con vosotrxs. Para que no os sintáis tan solxs. Para que podáis decir: Menos mal. No es cosa mía. No soy la única persona a la que le ocurre esto.
Para que veáis lo enrollao que soy.